Jonathan Shaw, Narcisa y la sabiduría paradójica de la autodestrucción

Sexto Piso y Jonathan Shaw [1] deberían regalarnos otro libro, uno adicional, después de la lectura de Narcisa. Un regalo que nos compensaría el largo viaje a través de una novela que agota al lector más atento y curioso, pero no tanto por su extensión considerable y la prolongada concentración que nos exige, sino porque nos sitúa en un punto de observación privilegiado en el que somos testigos de una tortura desquiciada, apasionante y que no tiene fin: la vida trágica de Narcisa.

Narcisa es una trepidante narración en torno a Cigano (alter ego de Shaw) y Narcisa, dos pájaros heridos que viven una relación extraordinaria, prenatal incluso; una conexión amorosa, diabólica y adictiva que se expresa con ternura, con pesar, con fruición, con ardor y con sufrimiento a raudales. Cigano, una combinación de anarquía gitana, filosofía budista y humor contracultural intuye que esta conexión especial con Narcisa, poseedora de una inteligencia desbordante y de un incontenible deseo de muerte, en realidad, es un reencuentro de dos almas que se mantienen migrando y encarnando desde tiempo inmemoriales en diversas y sucesivas manifestaciones de la existencia. Y como prisioneros de la rueda imparable del samsara ambos coinciden en un Brasil urbano, caótico y distante de las idealizaciones tropicales de la vida festiva y carnal. Esto también está presente, por supuesto, pero siempre lo acompaña su contraparte: la violencia y la decrepitud de las favelas de Río de Janeiro, territorios olvidados por Dios, la ley, el Estado y hasta de la simpatía del resto de cariocas.

Aun cuando el lector supondría, en un principio, que este reencuentro tendría el propósito de saldar una cuenta pendiente del pasado, y así abandonar el ciclo interminable del samsara, Shaw nos demanda el descenso y la estancia (durante días) en un infierno colmado de penumbras, dolor y una sabiduría paradójica, la sabiduría que se obtiene tras la destrucción de uno mismo. Por eso, la novela es liberadora y pedagógica, puesto que está construida a partir del reconocimiento de un malestar inefable que trasciende el ámbito de la ficción; en efecto, hablamos de un relato truculento y absorbente que nos recuerda la oscura noche de la adicción. Y aunque pudiera leerse como el testimonio novelizado de un masoquista empecinado en recordar y recrear los pequeños detalles —¡esos detalles!— aparentemente sepultados en los cementerios de la memoria, esta trama áspera y melancólica es la decantación de un saber fraguado por años de resistencia y un indomable amor a la vida, una forma de retribución cósmica después de tanto sufrimiento acumulado.

Son incontables las aventuras tóxicas y dantescas de Narcisa en los lugares más recónditos y nauseabundos de las favelas, esos laberintos esculpidos por calles estrechas y ondulantes —como lo vemos en la película Ciudad de Dios. ¡Cuánta era su necesidad de una dosis de crac a cambio de sesiones de sexo salvaje en las peores condiciones posibles! Macabras aventuras de la sierva del Monstruo del Crack que la hunden paulatinamente en los abismos de la locura irremediable, una expiación singular de su propio karma, la demolición más cruenta de su ego.

Precisamente uno de los frutos de esta lectura es la empatía que experimentamos con Cigano o Narcisa, y esta empatía es sanadora. Aquí el lenguaje demuestra su potencial alquímico gracias al procedimiento narrativo de Shaw que une (y contrapone al mismo tiempo) a Cigano y a Narcisa en un solo ser que se fusiona y se transforma mediante el dolor, la compasión y la aceptación. En este sentido, Narcisa es algo más que una historia arquetípica de dos adictos que también son almas gemelas: es la inmersión en las aguas oscuras y pantanosas del odio a sí mismo, una indagación honesta de los sótanos de la locura autodestructiva. Asimismo, es una mirada serena e inquisitiva de lo que subyace a la adicción, esa enfermedad del alma que opone de un modo radical la muerte a la vida, duelo sin igual entre Eros y Tánatos que se dirime en la totalidad del ser de Narcisa.

Entre Eros y Tánatos (ilustración de Takato Yamamoto)

Por último, es evidente que Shaw es un narrador de cepa, que posee el don de la narración (Walter Benjamin dixit), y su novela —autobiográfica— es una cascada de recuerdos, impresiones e intuiciones de un escritor con una notable capacidad de observación y unas dotes singulares para la confección de imágenes polares y poderosas. Narcisa es una historia que, con sus más de 700 páginas, no resulta monótona, aunque por momentos es inclemente con el lector. A pesar de los retruécanos y las redundancias aparentes, no recuerdo un adjetivo innecesario, inútil, producto de la pereza o de ya no saber qué hacer con el relato. Son numerosos los párrafos notables, apretados y fluidos desde la primera hasta la última cláusula. ¡Cuántas imágenes no me hicieron detener la lectura, apartar el libro a un costado y, con asombro o desasosiego, suspender la mirada en el cielo, sacudido por el texto!


[1] Tatuador y escritor neoyorkino, cuyo paso por el puerto de Veracruz, a los 17 años, fue fundamental para el aprendizaje de su arte. Marinero por accidente, llegó hasta Río de Janeiro, su casa alterna desde hace varias décadas. Estrella legendaria del mundo underground de Nueva York, halló en la madurez su verdadera vocación: la literatura, y ha publicado esta novela y un par de libros de memorias, inspiración del documental: Scab Vendor: The Life and Times of Jonathan Shaw (2020).

Jonathan Shaw (pintura de Joe Coleman)

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